Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1860-1861 (Cortes de 1858 a 1863)
Sesión: 6 de marzo de 1861
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: n.º 110, 1.846 a 1.861
Tema: Asuntos de Italia

El Sr. SAGASTA: Al tener el honor, Sres. Diputados, de iniciar este importante debate para dirigir graves cargos al Gobierno por la conducta política que ha seguido en las negociaciones diplomáticas relativamente a la cuestión de Italia, empiezo por manifestar con toda sinceridad que lo hago con el mayor sentimiento, porque en ésta, como en todas las cuestiones que se refieren a nuestros asuntos del exterior, yo no veo en el banco ministerial ni amigos ni adversarios políticos míos, sino Ministros españoles. Porque en ésta, como en todas las cuestiones que se rozan con nuestras relaciones diplomáticas, yo desearía estar siempre al lado del Gobierno, siquiera fuera el más contrario a la realización de mis principios políticos.

Los hombres que dirigen la gobernación del Estado pueden adoptar en lo relativo a lo interior la política que tengan por conveniente; pueden no adoptar ninguna, como sucede a los actuales; pueden, en fin, diferir en más o en menos relativamente a las opiniones que representan y en los medios de realizarlas. Pero esto que en la política interior no sólo no ofrece inconvenientes, sino que viene a constituir por el contrario la base del Gobierno representativo, el juego de las instituciones, sería desastroso en la política exterior. La movilidad en la política interior, cuando está en armonía con la movilidad de las necesidades pública, puede no sólo ser conveniente, sino hasta benéfica; pero esa movilidad en la política exterior sería siempre por lo menos improductiva.

Cada país por sus tradiciones, por su historia, por su situación geográfica, por su organización y hasta por sus costumbres y carácter, tiene marcado su destino en la marcha progresiva de la humanidad, hacia cuyo cumplimiento encamina constantemente sus miras y dirige de continuo sus aspiraciones; y los Gobiernos ilustrados y patrióticos tienen el deber de someter constantemente sus gestiones a la más pronta realización de tan elevadas miras, o la más pronta satisfacción de tan legítimas aspiraciones, subordinando cuanto digan y pagan en sus relaciones con los demás Gobiernos al más pronto cumplimiento de tan nobles objetos; y esta conducta, que es superior a los partidos, que está por cima de las pasiones políticas, que si no tiende a satisfacer intereses pequeños y del momento, aspira a la realización de elevados pensamientos y al engrandecimiento de la patria en lo porvenir, es la política internacional que deben adoptar los Gobiernos en sus relaciones con las demás para no decir ni hacer nunca nada que pueda serla adverso, para decir y hacer por el contrario cuanto pueda serla favorable.

Segundo punto de la política nacional: la tendencia fija, constante, perseverante hacia la completa realización de este pensamiento vital para España y Portugal, indispensable para la independencia y dignidad de esta parte importante de Europa, teniendo cuidado de no hacer nunca cosa alguna que pueda perjudicar en su día la realización de este pensamiento, diciendo y haciendo todo lo que pueda serla favorable, y apoyando en el exterior cuanto, pueda contribuir a la más pronta realización de estas esperanzas.

La ocupación de Gibraltar por la Inglaterra, y la conquista de Argel por la Francia, que cada día va tomando mayor incremento, amenazando una y otra nación el dominio completo del canal que sirve de unión a nuestros mares, obligan a todo Gobierno español a no separar la vista del otro lado del Estrecho, y a considerarse como principal punto de su política internacional, siquiera en la ocasión más oportuna, en la guerra de África, se haya tenido olvidada esta gravísima circunstancia. Por último, la dignidad y la conveniencia de España nos obligan a procurar por cuantos medios estén a nuestro alcance la unión de nuestra raza en América.

Estos cuatro puntos constituyen principalmente la política internacional de todo Gobierno español, la política que debe tener presente el Gobierno, si ha de ser guiada por elevadas miras de nacionalidad, y no arrastrada por mezquinas pasiones y bastardos intereses personales. Esta política es la que debe tener siempre presente el Gobierno español si ha de merecer este nombre, para no decir ni hacer nada que pueda perjudicar a la nación, para decir y hacer todo lo que pueda favorecerla.

Ahora bien, Sres. Diputados: el Gobierno de la unión liberal ¿ha seguido en las negociaciones diplomáticas a propósito de la cuestión italiana esta política digna, esta política elevada, esta política racional, esta política en armonía con nuestra historia, esta política favorable a nuestras instituciones y en consonancia con nuestro porvenir, o ha sido, por el contrario, arrastrado en esas negociaciones por una políticas estrecha, por una política mezquina, por una política personal, por una política desfavorable a nuestro sistema de Gobierno, por una política en oposición con nuestra historia y contraria a nuestro porvenir? Esta es la cuestión que yo me propongo esclarecer al ocupar la atención del Congreso, si como siempre acostumbra, es benévolo conmigo y tiene en esta ocasión, como la ha tenido en otras, la dignación de escucharme.

Pero antes de entrar en el fondo de la cuestión, no es posible dejar pasar desapercibido un incidente ocurrido, aquí a propósito de la publicidad de los documentos diplomáticos que constituyen la base de este debate. El Congreso recordará los términos prudentes y circunspectos con que mi digno amigo el Sr. Olózaga pidió la presentación de estos documentos, y la reserva prudente y circunspecta también conque el Sr. Presidente del Consejo de Ministros ofreció su presentación. No deseaba más la minoría, no quería más la minoría que lo que el Sr. Presidente del Consejo de Ministros ofrecía, pues que nos dijo que el Gobierno presentaría aquí los documentos relativos a esta cuestión, cuya publicidad no ofreciese inconveniente ninguno. Pues bien, Sres. Diputados: después de haberse tomado el Gobierno todo el tiempo que creyó necesario, sin que las oposiciones en su natural impaciencia le recordaran ni una sola vez el cumplimiento de su promesa; después de haber hecho objeto a estos documentos del examen del Consejo de Ministros; después de haber escogido y de haber vuelto a escoger los documentos que debía traer aquí; después de haber dejado de traer los relativos a una de las cuestiones más importantes que se ventilan en Italia, a saber, los documentos que hacen referencia a la cuestión de Roma, excepto uno; después de no haber traído algunos de los documentos que se refieren a las cuestiones de Parma y de Nápoles; después de haber suprimido en los documentos que ha traído algunos de sus párrafos que han sido sustituidos con puntos suspensivos, y ya que hablo de puntos suspensivos los recomiendo al señor fiscal de imprenta o al administrador del sentido común, el Sr. Ministro de la Gobernación Sr. Posada Herrera (que es un bonito destino); después de haber hecho todo esto, contesta el Gobierno con una tranquilidad pasmosa a la petición justa y parlamentaria de la minoría, una vez traídos aquí los documentos, reducida a que se publicasen, con la duda de que todavía podría ofrecer inconvenientes, y con la benévola intención de hacer recaer sobre la mayoría la responsabilidad si se publican esos documentos. Dos faltas graves hay aquí, una del Gobierno y otra de la mayoría, que también en las mayorías se falta. [1.847]

 En el momento en que el Gobierno trae al Congreso algunos documentos para ser examinados y discutidos, él carga y es el único que debe cargar por completo con la responsabilidad que pudiera resultar por la publicidad de algunos de esos documentos. ¿Qué Gobierno puede traer al examen de 349 Diputados de distintas opiniones, y que miran las cuestiones bajo diferente punto de vista político, y que no tienen todos los datos necesarios para juzgar hechos aislados, que el Gobierno puede traer a su examen documentos cuya publicidad pudiera ofrecer inconvenientes, y cómo los han de examinar en al instante en que se va a resolver la conveniencia o inconveniencia de su publicación? Publíquense o no se publiquen esos documentos, desde el momento en que el Gobierno los trae aquí, desde ese momento carga con la responsabilidad de su publicación, porque la presentación de los documentos al Parlamento y su publicidad son una misma cosa. Por eso el Gobierno se ha reservado la presentación de algunos; por eso los Gobiernos verdaderamente representativos, cuando presentan documentos de la importancia y de la magnitud de los que nos estamos ocupando, los traen ya impresos al Parlamento; y cuando no los traen impresos, los Congresos acuerdan inmediatamente su publicación. ¿Qué quiere decir el Gobierno mostrando que no sabe formar opiniones, y que parece exclamar: " ¿yo no sé si todavía alguno de los documentos que he presentado después de omitidos algunos y cercenados otros, puede haber inconveniente en su publicidad?"¿Pues quién debe saberlo más que el Gobierno? ¿Lo deben saber los señores Diputados? No.

Los Sres. Diputados, ni deben ni tienen ocasión de saberlo; no deben ni pueden saberlo, porque para eso sería necesario que tuviesen un conocimiento perfecto de todos, absolutamente de todos y cada uno de los documentos diplomáticos que han mediado entre este Gobierno y los demás con relación a estas cuestiones. Los Sres. Diputados no pueden ni deben saberlo, porque para ello era necesario que estuviesen perfectamente enterados de las relaciones que ha tenido el Gobierno con los demás antes de la cuestión, durante la cuestión y después de la cuestión; y eso no puede saberlo, eso no debe saberlo nadie más que el Gobierno; y si no lo sabe, tanto pero para él, puesto que ignora lo que es necesario que sepa para ocupar dignamente su puesto.

Señores, cada vez que hojeamos la historia de la unión liberal, nos encontramos con un nuevo capítulo aun más grave y más original. Hasta ahora sabíamos que durante la unión liberal podía haber Ministros de la Gobernación que mandaran recoger los periódicos por ensalzar las excelsas virtudes públicas y privadas de la gran Reina Isabel la Católica. Hasta ahora sabíamos también que durante la dominación de la unión liberal, en circunstancias normales y durante largo tiempo podía haber un Presidente del Consejo de Ministros que ignorase completamente las leyes de su país, y que se disculpase ante la Representación nacional de su conculcación por su ignorancia, cosa que no es permitida ni al último ciudadano.

En un país verdaderamente constitucional, por una declaración menos importante hecha por un Ministro, los Sres. Diputados abandonaron el salón de sesiones, y aquel Ministro cayó envuelto en las carcajadas de la opinión pública; pero aquí a falta de carcajadas de la opinión pública las tiene el Sr. Presidente del Consejo de Ministros para mofarse de su posición y de la en que deja al país a cuyo frente se halla. Pues hoy nos encontramos con otro capítulo: de cómo en la unión liberal puede haber también un Ministro de Estado, siquiera sea interino, que no sepa una palabra de asuntos diplomáticos. Pero no es esta falta del Gobierno lo más grave en este incidente: lo más grave, lo más trascendental es la falta de la mayoría que creyó o afectó creer tener una responsabilidad ilusoria, que no era posible que pudiese existir, porque ya he demostrado antes que desde el momento en que un Gobierno trae documentos al Parlamento, desde ese momento carga con la responsabilidad que pudiera haber por la inconveniencia de la publicidad de esos documentos. Por eso el Gobierno se ha reservado traer algunos de ellos; por eso no ha traído más que los que ha tenido por conveniente. Pues qué, ¿quiere el Gobierno hacer juez al Congreso de unos documentos y no de otros? Pues qué, ¿no sabe que la presentación hecha aquí de los documentos y su publicidad son una misma cosa? Sin embargo, la mayoría, creyendo o afectando creer en una responsabilidad ilusoria, tomó un acuerdo que no tiene igual en los fastos parlamentarios de ningún país, acuerdo que yo respeto, pero que no puedo menos de decir aquí lo que pienso de él, porque digo siempre la verdad.

Y no puedo menos de decir aquí que semejantes acuerdos no pueden producir nunca más que el desprestigio de quien los toma. ¿Pues qué significa un acuerdo tomado por la mayoría, que en el mismo día, en el día siguiente, o cuando lo tuviera por oportuno, podía haber quedado destruido, no por la minoría, que al fin y al cabo en su representación vale tanto como la mayoría, sino por el último de sus individuo que en este momento tiene la honra de dirigir la palabra al Congreso? Acordó la mayoría que estos documentos no se publicasen; pues bien, hoy depende de mi voluntad, ha dependido de mi voluntad, y depende ahora de mi voluntad y de la de cualquiera de los Sres. Diputados que tomen parte en este debate la publicación de los documentos.

Yo bien conozco que estas verdades son amargas, pero no porque lo sean dejo de estar en el deber de decirlas, y siempre me hallo dispuesto a cumplir con mi deber. Semejantes acuerdos, Sres. Diputados, no significan otra cosa que una adherencia de sumisión consuetudinaria hacia el Ministro, que perjudica tanto a éste cómo a sus servidores; no significan otra cosa que un alarde de fuerza numérica para con tener las justas aspiraciones de Ias minorías, y que acaba por asfixiar a las mayorías que a tal medio recurren; no significan otra cosa que un atentado a la razón, porque el ataque que vosotros dirigís al ahogar las justas y razonables pretensiones de la minoría no ha hecho efecto de ninguna especie. ¿Queréis ver el resultado? Pues volved la vista al Gobierno representativo, y allí encontraréis la brecha que han abierto en él vuestros tiros.

Pero en esto hay armonía completa entre la mayoría y el Gobierno, o mejor dicho, entre el Presidente del Consejo de Ministros y la mayoría; aquel destruye un día la Representación nacional con la razón de los cánones, y ésta pretende destruirla todos con la sinrazón de sus acuerdos.

El Sr. PRESIDENTE: S.S. no puede entrar en otro terreno más que en el de la interpretación sobre los acontecimientos de Italia, que es para lo que lo he concedido la palabra, y por lo tanto no puede continuar en este terreno.

El Sr. SAGASTA: Entrando ya en el fondo de la cuestión para apreciar debidamente los acontecimientos en Italia ocurridos, y sobre todo para juzgar con conocimiento de causa la conducta que el Gobierno ha seguido a propósito de estos acontecimientos, voy a hacerme cargo tan rápidamente como aquí conviene y me sea posible de lo que ha sido, es y será de Italia.

 El pueblo romano, síntesis en lo antiguo de todos los países, que había llevado su civilización a todas partes, que había extendido su dominación en todas direcciones, que [1.848] había absorbido, en una palabra, la vida entera del universo entonces conocido, rendido al fin al peso de su grandeza, se entregó por completo al indiferentismo por la patria y al sibaritismo más afeminado y repugnante, y hecha jirones la púrpura de sus Césares, fue absorbido por los bárbaros del Norte.

Cae la antigua Roma; pero aún agobiada bajo esa dominación, ofrece elementos capaces de dar robustez y fuerza a la Italia, a saber, el sentimiento municipal, muy arraigado allí, y el pontificado, muy querido y respetado, el primero como representante de la libertad, y el segundo como representante de la unidad; pero entre estos dos elementos, que fácilmente combinados producen la vitalidad y la fuerza de las naciones, parecían interponerse en aquella época varios obstáculos. El ciego deseo de cada municipio de conservar su independencia le llevó hasta el olvido de la independencia de la patria; y el pontificado, por otra parte, con la generalidad de sus miras y con su carácter cosmopolita, pospone la Italia a la humanidad, y la tendencia al fraccionamiento de las ciudades por un lado, y la universalidad de miras del pontificado por otro, fueron constantemente los mayores obstáculos a la nacionalidad italiana.

Nueve siglos hace que los italianos hicieron su primera tentativa para salir del fraccionamiento que les devoraba, y a pesar de sus grandes esfuerzos, sin ser sin embargo vencidos, fueron entregados por el Papa al vencedor. Y aquel país desdichado, compuesto de repúblicas que se atormentaban entre sí, sometido a soberbias aristocracias, dominado por extraños emperadores, en lucha constante con los Papas, fue de abismo en abismo a caer en la servidumbre, empezando a nacer el indiferentismo, síntoma seguro de la muerte de los pueblos. Los extranjeros penetran por todas partes en Italia; piérdese la idea de la justicia después de la noción del derecho, y tienen lugar los crímenes consiguientes a la reacción. A principios de este siglo, al estruendo de grandes batallas, y al calor de grandes glorias, aquel país sale de su gran letargo, y abriendo los ojos a sus recuerdos, abre su corazón a la esperanza de una madre patria.

Pero llega el Austria y vuelve a poner su losa de plomo sobre los italianos, y envuelve con su sudario a la Italia. Roma vuelve a ocultarse entre sus ruinas, y Venecia, esa soberana destronada que ha sido tan grande y tan noble por tantos siglos, que admiró al mundo por su sagacidad política, que llenó los aires con el estruendo de sus armas al mismo tiempo que en las ciencias y en las artes, Venecia vuelve a cerrar sus palacios, y a ocultarse entre las olas de su azulado mar.

No habiendo servido todas las tentativas liberales de aquel desgraciado país en su penosa peregrinación al porvenir en esa prolongada lucha sino para remachar más y más las cadenas que le oprimían, sino para que el Rey de Roma después del triste día de Novara, volviera a plegar la bandera de libertad que momentáneamente diera al viento, entregando la ciudad eterna al yugo de los extranjeros, sino para que Nápoles, patria y tuna de Virgilio y del Tasso, de Horacio y Tito Livio, con su azulado mar, con sus bosques de mirto, con sus caprichosas montañas y con todos los encantos de que la imaginación más ardiente puede hacer generosa a la naturaleza, fuera otra vez presa del más ciego de los despotismos, convertida en un pueblo de esclavos, y para que Módena, Parma y Toscana fueran convertidas en cárceles cuyas llaves estaban pendientes de las garras del águila de dos cabezas, y para que la soberanía perteneciera a todos menos a los italianos, y para que la Italia, en fin, que había dado su derecho a todo el mundo, no encontrara nadie que le reconociera el suyo en ninguna parte, y para que viese errantes y sin familia a sus hijos más ilustres, siendo víctimas en los calabozos y cadalsos.

Pero apartemos la vista de tan triste cuadro para volverla hacia el camino providencial que desde principios de este siglo viene recorriendo la humanidad en busca de su objeto verdadero; para observar en esa lucha del débil contra el fuerte que aquel va siempre, aunque penosamente, ganando terreno; para ver que las aristocracias teocráticas han pasado, que las aristocracias militares ven rotas sus espaldas; que los Reyes absolutos ven caer hechas pedazos sus corones de derecho divino que en su soberbia pretendieran arrebatar a la divinidad, y que el pueblo vive y que la Italia se regenera, y que transfigurada se levanta para decir a la humanidad: " mi causa es la del derecho; Dios la protege."

Y como Colón, en medio de su gente insurreccionada, envuelto en las más críticas circunstancias, desesperado de conseguir su empresa y dispuesto a volver a Europa, halló la revelación del nuevo mundo al resplandor de un hogar salvaje, así la luz del sentimiento generoso en el Norte de la Italia descubrió al resto de la Península un nuevo mundo de ideas. El Piamonte, rompiendo con las tradiciones antiguas; oponiendo al yugo extranjero la libertad de la patria; proclamando una política nacional, y enarbolando la bandera de patria con la enseña de la redención, hizo renacer en Italia la esperanza de tener un día una patria y de recobrar su nacionalidad. Semejante conducta no podía menos de ser simpática a todos los corazones que la consideraban como la única salvación, como el único remedio a sus males, como la única esperanza de poder despedazar el potro de sus tormentos. El grito del Piamonte no podía menos de ser la iniciativa de la libertad de toda la Italia; en tal posición colocado, le era necesario o sucumbir o extenderse. Las miradas todas de Italia se fijan en aquel pueblo generoso y digno de admiración, que sin atender a su debilidad relativa, procura dar libertad a todos los italianos; que sin tener para nada en cuenta su pequeñez respectiva, se dispone, con heroicos esfuerzos y con inauditos sacrificios, a libertar a la Italia o a perecer en la demanda, y ayudada del resto de la Península que confía ciegamente en la palabra de un Rey, da cima al mayor de los acontecimientos de los tiempos modernos.

La lucha pues está planteada; los combatientes dispuestos; de un lado el derecho, de otro la violencia; en un campo las nacionalidades, en otro los opresores; en una parte un pueblo joven, generoso y dispuesto al sacrificio; en otra un imperio decrépito y egoísta. La lucha se resuelve, como no podía menos de resolverse, hoy que el progreso ha hecho desaparecer aquella política egoísta por la cual un pueblo vela impasible el sacrificio de los demás; hoy que existe una solidaridad perfecta de intereses entre las naciones; hoy que la humanidad no puede sufrir en una parte sin que se sienta su sufrimiento en la parte opuesta; hoy que conviene a la civilización, que interesa a la libertad, que importa al equilibrio europeo la existencia de una Italia grande, fuerte y poderosa. La lucha pues se resuelve en favor de Italia sin que ofrezca duda alguna su terminación; porque si las discordias intestinas han podido retardar este grandioso acontecimiento, las enseñanzas de la desgracia no pasan desapercibidas para los pueblos inteligentes. Los italianos pues, ante tantos años de amarga dominación extranjera, no pueden menos de olvidar sus antiguas rivalidades y conducirse como se conducen con una prudencia y moderación digna de ser imitada por los pueblos que puedan verse envueltos en crisis semejantes, para que a la caída de los poderes existentes no estallen las explosiones populares que manchan las revoluciones, que desacreditan [1.849] a los pueblos, y que los hacen indignos de lo mismo que pretenden, para que como allí el vértigo de sus triunfos sea ahogado por la cordura de la opinión pública. Y al lado de tanta grandeza, y enfrente de tan nobles sentimientos, ¿qué vemos? Un imperio sin autoridad dentro de sus Estados, sin poder fuera, desorganizado y exánime, y conmovido en sus antiguos cimientos sobre los cuales apenas puede sostenerse. Un Papa que, respetable, respetado y querido como jefe de la Iglesia, como Rey de Roma se pone al servicio de su eterno enemigo, se empeña en sostener y en imponer la forma de gobierno más contraria, no sólo al espíritu de la época, sino al cristianismo que representa, y da lugar a que sus hijos se vean en guerra, que la Italia se encuentre dividida, y que Roma sea presa de los extranjeros, lo que es peor, a que su poder espiritual se vea arrastrado quizás por la tormenta que se cierne sobre la cabeza de su poder temporal; y por último, un desgraciado monarca, no quisiera hablar de él en este momento, que como todos los que no se acuerdan de los derechos de los que creen sus esclavos, hasta que, rompiendo estos sus cadenas, pueden tomarse por su mano lo que por tanto tiempo y tan injustamente se les ha venido negando, ha visto caer hecha pedazos su corona, y que habiendo desoído la voz de sus pueblos, desoye la voz de la Providencia, pues hace derramar todavía la sangre de los italianos prolongando la lucha sin provecho para él, como si en su agonía real quisiera seguir martirizando sus víctimas.

La unidad y la independencia de Italia no corren peligro por las disensiones que puedan suscitarse en el interior de su Estados: ¿lo correrán por las complicaciones del exterior? Para contestar a esta pregunta, necesario me será ocuparme tan ligeramente como pueda de la organización política, de los móviles, de los intereses y de las aspiraciones de todas las grandes potencias de quienes puedan depender, no sólo el fin que la Italia se propone, sino la paz de la Europa.

Y siquiera por la grande iniciativa que ha tomado la Francia en este asunto, bien merece la prioridad en el rapidísimo examen que me propongo. La Francia imperial, mezcla singular hoy del principio de autoridad antigua con el principio de la política moderna; autocracia, en una palabra, fundada en el sufragio universal, está personificada en Napoleón III, y su diplomacia ha de ir por tanto encaminada a todo lo que a los intereses o a la conveniencia dinástica del emperador sea propicio. Ahora bien: el origen revolucionario de este poderoso monarca, jefe de una familia soberana nacida del seno de la revolución, y dotada dos veces de una corona por el sufragio de la nación, le impide no sólo consentir, sino consentir siquiera en una reacción en Italia, que en último resultado sería perjudicial a su dinastía en oposición al principio de legitimidad de derecho divino. La Francia pues no está, no puede estar, cualquiera que por otra parte sea su conducta aparente, al lado de los soberanos que intentasen una restauración en Italia.

La Inglaterra, en cuyos ciudadanos está tan profundamente arraigado el respeto a sus veneradas instituciones, donde la opinión pública lo domina todo, donde son imposibles los gobiernos que en poco o en mucho, en el interior como en el exterior, tiendan a oponerse a la opinión pública, es bajo este punto de vista en su organismo político el reverso de la medalla de Francia; en esta potencia lo es todo el emperador, en aquella lo es todo la opinión pública; y como la opinión del pueblo inglés está tan decididamente pronunciada en favor de la independencia de Italia, la Inglaterra estará siempre contra todos los soberanos que intentarán oponerse a la independencia italiana.

Ya he tenido ocasión, aunque de paso, de decir algo de Austria, pero voy sin embargo a hacer ahora una ligera observación. El Austria ha trabajado, trabaja y trabajará sin duda por reconciliarse con la Rusia y estrechar sus relaciones con la Prusia, para ver si de este modo puede recuperar sus perdidas posesiones de Italia; pero los resentimientos y recelos de aquellas dos potencias respecto del Austria están todavía tan arraigados y su política ha sido tan contraria a las miras de aquellas, y se ve en esta cuestión guiada por tan exclusivos intereses, que cuando más podrá obtener que le presten hoy su apoyo si es atacada en la Hungría o en el Veneto. Por otra parte, el empobrecimiento de esta potencia, la exorbitancia de su deuda, el descrédito de su hacienda, los grandes compromisos a que tiene que hacer frente, la harán ver con el tiempo que no sólo no podrá conservar el Veneto, sino que le será preciso venderle para poder sostener la otra parte de sus Estados que se bambolean, y cuyo desmembramiento procure evitar concediendo franquicias y derechos en que nunca había pensado y que había tenido completamente olvidados. En Prusia también ejerce bastante influencia la opinión pública para impedir la restauración de los príncipes destronados; y celosa de su independencia, y unida con estrechos vínculos a la Inglaterra, y con la aspiración de ponerse al frente de la Alemania, esta ilustradísima corporación no sólo ha visto con gusto, sino que verá con agrado el rápido descenso de la importancia de su rival, y acaba de confirmar con su voto que no es contraria a los intereses de la Italia. Por último, la Rusia no puede comprometerse en una guerra en Italia, que sobre no proporcionarle ventaja ninguna, la habría de ocasionar cuantiosos gastos, que sus todavía recientes descalabros en Oriente y su mal organizada hacienda no la permiten soportar, y que aun cuando ésta y aquellos se lo permitiesen, bien los ha menester para la realización de sus miras en el mar Negro. Y así mirada la cuestión, y vistas las pruebas de los deseos de paz que se advierten en la conducta que han seguido las grandes potencias, y sobre todo en los sacrificios que se han hecho en obsequio de la paz general, no creo que es aventurado decir que no está tan cercano un conflicto europeo, y sobre todo, que es imposible una coalición de grandes ni pequeñas potencias para restaurar a los soberanos destronados en Italia, incluso el Rey de Nápoles. Los poderes pues que se oponen a este gran movimiento, se hunden al mismo tiempo que los poderes que favorecen la libertad se levantan, y la Italia será una, y las aspiraciones de este gran pueblo no se verán satisfechas, ni su gran movimiento detenido, hasta que la bandera italiana no flote al mismo tiempo que en las torres de San Marcos, en las playas de Lido y en lo alto del Quirinal. Y este sentimiento no puede menos de ser simpático a la España, porque es el sentimiento que animó a nuestros padres cuando desde Covadonga hasta Granada regaron con su sangre los campos para levantar la cerviz oprimida por el bárbaro agareno; porque es el sentimiento que dio fuerza y aliento a Daoiz y Velarde, y levantó el espíritu de este país para que sólo, abandonado por su pérfido Rey, entregado al extranjero, sin ejército, sin más armas que el valor de sus pueblos, y sin más escudo que sus montañas, detuviera en su carrera al gigante del siglo, hiriera en la frente al capitán de los tiempos modernos, dividiera sus invencibles legiones, y recobrará su perdida independencia; porque la raza de Italia es nuestra raza, porque su historia es la nuestra; porque su causa es la causa de la humanidad; porque la Italia, en fin, no aspira tras de tantos padecimientos y penalidades tantas más que a lo que nosotros tuvimos la fortuna de alcanzar tras sublimes sacrificios, una política, una patria y una nacionalidad.

Y dicho ya tan ligeramente como me ha sido posible lo [1.850] que era la Italia, lo que es y lo que será, podremos entrar con conocimiento de causa en el examen de los acontecimientos en aquel país ocurridos, y sobre todo en el de la conducta que con motivo de ellos ha seguido el Gobierno.

En Italia se dice, se ha cometido un gran atentado; el ejército de uno de aquellos Estados ha invadido territorios extranjeros; el Rey del Piamonte ha autorizado esta invasión sin motivo ninguno, sin previa declaración de guerra, atropellando tratados internacionales, desconociendo todo derecho y faltando a toda justicia.

Y antes de entrar en la apreciación de estas declamaciones, y con objeto de simplificar mis observaciones tratando a la vez de que la invasión de los Estados napolitanos de la invasión de los Estados romanos, de que también se hace mención en las notas diplomáticas que promueve este debate, bueno será que quitemos de en medio una cuestión que puede embarazar nuestro camino. Ya se habrá comprendido que quiero hablar de la cuestión de Roma.

Cuestión, señores, terrible, pero cuestión que más que ninguna otra necesidad del estudio tranquilo de los que verdaderamente se interesan por el bienestar de la Europa; de los que no son arrastrados por bastardos intereses; de los que no quieren ver convertida la Iglesia en un mercado y la religión en una mercancía. Cuestión en la que hay que decir toda la verdad, y ahora más que nunca en que el Sumo Pontífice se ve presa de las mayores amarguras, en que el Sumo Pontífice está expuesto a bajar las escaleras del Vaticano, preso entre extraña gente, ahora más que nunca es preciso decir la verdad desnuda por completo, con valor, con lealtad, como la puede decir un hombre que tiene la convicción de que la verdad puede salvar lo que la mentira, lo que bastardos intereses pueden comprometer en perjuicio de la religión, en detrimento del pontificado.

El cristianismo, señores, salvó al hombre redimiéndole de la esclavitud que le dominaba: le abrió los horizontes de la inmortalidad, elevando hasta el cielo su conciencia; borró la diferencia de las castas; rompió las cadenas de los esclavos, que el ángel de la libertad pagana no había podido romper ni en Grecia, ni en Esparta, ni en Roma; proclamó por fin las grandes verdades sociales, la libertad, la igualdad, la fraternidad de todos los hombres; y para conseguir tantos y tales resultados, para obrar tantas y tales maravillas, preciso fue que el cristianismo tuviera su centro en Roma, porque Roma había absorbido la vida de todos los pueblos; había llevado a las extremidades de la tierra su gloria, su orgullo, su imperio, sus divinidades; porque así era necesario para la más fácil comunicación de las verdades que proclamara; porque Roma había conservado los ídolos de todas las tribus que le sirvieron de base; porque había reunido las divinidades de los pueblos que había conquistado; porque había adoptado los cultos de las civilizaciones que había destruido, y era necesario romper aquellos ídolos, destruir aquellas divinidades y borrar aquellos cultos.

Pero ¿qué tiene que ver esto con el poder temporal del pontificado? El poder temporal del Papa ¿es inherente, es esencial a su poder espiritual? Esta es la cuestión que debe debatirse con tranquilidad, sin pasión de ningún género.

Jesucristo, al fundar la Iglesia, creó el poder espiritual de los Papas, y como de origen divino, esta autoridad es esencial al catolicismo. Pero Pepino tuvo por conveniente donar su patrimonio a la Iglesia, y aquí empieza el poder temporal del Papa; poder temporal que depende de la voluntad y de la generosidad de un hombre; poder temporal que sólo es accidental, y que por consiguiente está expuesto a todas las modificaciones, a todos los trámites, a todos los cambios y a todas las variaciones a que está sujeto todo accidente. Pues qué, ¿no existía el catolicismo, no existía el pontificado antes que el padre de Carlo Magno se le ocurriese la idea de donar su patrimonio a la Iglesia? Pues qué, ¿necesitaba ésta para su existencia de aquella donación? Pues qué, ¿no existiría hoy el catolicismo, ni la Iglesia, ni el pontificado sin la generosidad de aquel Monarca? Los que tales cosas piensan o los que sin pensarlas tales cosas dicen, confunden ¡insensatos! lo que es esencial con lo que es accidental; lo que es inmutable con lo que es perecedero; lo que es de origen divino con lo que procede sólo de la humanidad; lo que, en fin, proviene de Dios, con lo que tiene su fundamento en la voluntad siempre móvil, siempre movediza de los hombres. No: el Pontífice no puede ser Pontífice sin el poder espiritual, pero el Pontífice puede ser Pontífice sin ser Rey, como lo fue el primero sin embargo de haber andado errante y de morir en un calabozo; como lo fue San Esteban, de humilde condición, y que fue el primero que selló con su sangre su fe por la religión cristiana; como lo fue el fraile Hildebrando, retirado a un desierto; como lo fue Gregorio VII, amparo de los pueblos oprimidos, al mismo tiempo que azote de los tiranos y de Ios déspotas; como lo fueron tantos otros varones ilustres que sin más armas que la doctrina del Evangelio se vieron sostenidos únicamente con la esperanza del martirio.

Buenos imitadores de su Divino maestro, que pudiéndolo todo tuvo por grandeza la túnica y el calzado del viajero; por patrimonio la palabra; por diadema una corona de espinas, por cetro una caña y por trono una Cruz. El poder temporal de los Papas es pues une cuestión política que nada tiene que ver con la religión, que no puede considerarse como esencia al catolicismo sin cometer una grandísima herejía. Y como una prueba de esto, bueno será que recordemos que en los tiempos del más ardiente catolicismo, no sólo se creía inútil e inconveniente el poder temporal de los Papas, sino que se declamaba contra él y se decía que con el poder temporal de los Papas el pastor se convertía en lobo, y que los cardenales, en vez de estudiar el Evangelio, estudiaban las decretales en que fundaban sus privilegios y mundanales intereses, sin que entonces se le ocurriera a nadie Ilamar herejes a los que de este modo juzgaban del poder temporal de los Papas, antes por el contrario se les tenía por ardientes y fervorosos católicos. ¿Pero qué necesidad tengo yo de invocar textos sagrados, ni de discutir en nombre de la teología y de la religión acerca del poder temporal de los Papas, acerca de la constitución de los Estados de la Iglesia, donde por cierto no faltan las usurpaciones cuando se trata de un poder que no ha existido y que no existe? ¿Qué necesidad tengo yo de citar autores y de discutir sobre la separación de dos poderes que vienen hace tiempo separados, pero de una manera indigna para el pontificado y humillante para el catolicismo? ¿Qué tengo yo que decir de un Gobierno que ha dejado de existir de hecho, de un Gobierno que no puede vivir sin la intervención de otros, sin el apoyo de bayonetas extranjeras? Los que defienden el poder temporal de los Papas procuran, no, el engrandecimiento de la Iglesia, sino su humillación, al mismo tiempo que el engrandecimiento de sus enemigos. ¿Qué viene a ser el poder temporal de los Papas? ¿A qué ha venido a quedar reducido ese poder temporal que hoy se defiende, echando mano de toda clase de argumentos y esgrimiendo todo género de armas?

El gobierno civil y militar de los Estados romanos ha estado en general delegado por el pontífice al ejército austriaco hasta el punto de que sus oficiales ejercían la justicia criminal en toda clase de delitos, delitos que eran juzgados, no por la ley romana, sino por la ley austriaca; delitos [1.851] que se sentenciaban, no por los tribunales romanos sino por consejos de guerra austriacos, cuyos procesos se veían ¡qué horror! a puertas cerradas, sin defensa y en lengua extranjera, Sres. Diputados, en alemán, y cuyas sentencias iban para su aprobación, no a Roma, sino a Verona, y eran ejecutadas, no por romanos, sino por soldados austriacos; y el Papa, el Pontífice, el Soberano de Roma se veía privado del derecho de gracia que tiene el último Monarca de la tierra. ¿Y esto es reinar? ¿Éste es el poder que se defiende? ¿Éste es el poder temporal por que se clama? ¡Ah señores! Hace tiempo que no existe poder temporal más que contra los Papas; hace tiempo que los Papas no ejercen soberanía más que sobre las humillaciones que sufrimos todos los católicos.

No se puede dar, señores, no se puede dar una desgracia mayor, una calamidad más grande para un país que esta que acabo de referiros. Pues a esto ha quedado reducido, esto es lo que viene siendo ese poder temporal a favor del cual tanto se habla, por cuya conservación tanto se clama, y para cuya defensa se apela a toda clase de argumentos, a todo género de armas. El poder temporal pues de los Papas nada tiene que ver con su poder espiritual; es, por el contrario, una cuestión de soberanía, una cuestión de gobierno, y como todas las cuestiones de esta clase cae bajo el criterio del hombre y se resuelve según la política moderna con arreglo a la voluntad de los pueblos, como se han resuelto las cuestiones de Parma, Módena y Nápoles, a propósito de los acontecimientos en aquellos países ocurridos.

Pero si el poder temporal de los Papas nada tiene que ver con el espiritual; si en vez de ser dogmático es herético, pasaremos sin embargo por esta herejía en cambio del bien que puede reportar al pontificado, o de los beneficios que pueden alcanzar todos los que a este poder temporal están sometidos? Pocas palabras bastarán para probar que el poder temporal de los Papas, lejos de ser beneficioso y útil al pontificado, es perjudicial, y que en vez de alcanzar algunas ventajas los países sometidos a este poder temporal, están condenados a la esterilidad y a la muerte.

Que el poder temporal es más perjudicial que útil al poder espiritual del pontificado, nos lo dice a gritos la historia. El pontificado sin el poder temporal alcanza el trono de los Césares, salvo la civilización de las tempestades del Norte, detuvo la marcha triunfal del carro del bárbaro Alarico, salvo la ciudad eterna del feroz Atila, y alcanzó los más gloriosos y señalados triunfos llevando la libertad a las desiertas playas del África, y manifestando más esplendente y más pura la aureola de luz que circunda a los instituidos por Jesucristo para ser la cabeza visible de la Iglesia; mientras que con su poder temporal no ha sido más que el juguete constante de ambiciosos soberanos. Restablecido unas veces en este poder por bayonetas extranjeras, obligado a reformarle otras por indicaciones e influencias extrañas, pasó de Federico II, de Felipe el Hermoso, de Carlos V, de Luis XIV, de Napoleón I, guardado unas veces por soldados austriacos, otras por soldados franceses, otras por soldados franceses y austriacos; se ha visto hace tiempo como ahora presa de las mayores amarguras; sin libertad para poder ejercer los derechos religiosos, cohibido por los poderes de la tierra, en vez de ser por él dominados, y envuelto entre el triste espectáculo de proclamas excitando a la pelea, de trofeos de guerra, de pueblos saqueados por los que se llaman sus defensores, de ruinas y de sangre; ¿y todo por qué?. . Por conservar un pedazo de tierra, que como decía un escritor moderno, el aluvión de los siglos ha depositado por casualidad a sus pies. Que el poder temporal es perjudicial a los que a él están sometidos, de eso no puede caber duda de ningún género: los gobiernos sacerdotales tienen una misión que cumplir, que consiste en educar a las sociedades primitivas; pero concluida su misión, Ias sociedades a él sometidas se esterilizan y mueren, porque la inmovilidad del dogma se hace extensiva y no puede menos de hacerse extensiva la política, que es esencialmente movediza, en la que todo cambia, se modifica y se altera; y allí donde todo está sujeto de una manera invariable; allí donde las acciones se someten a fórmulas determinadas; allí donde se impone lo que se ha de pensar; allí donde el hombre vive en un círculo inflexible del cual no le es dado salir, hasta el punto de que el día en que nace se le señalan los pasos que ha de dar en la carrera de la vida, allí no queda esperanza de mejora ni de progreso. Destruida la libertad, muerta la inteligencia y enervado el cuerpo, todo camina a una degradación general que acaba por la ruina del Estado. Por eso los países a estos Gobiernos sometidos perecen; por eso el abandono, el silencio y la noche dominan en el campo romano; por eso Roma, prenda de la unidad italiana, aquella ciudad que no ha tenido igual en los tiempos antiguos ni en los modernos, esta hoy convertida en un pueblo de peregrinos, silencioso e inmóvil; en proscenio abandonado que se descubre a la soledad; por eso aquel pueblo que absorbió la vida de los demás, que llena la historia toda, que llevaba a su plaza el polvo de las naciones que conquistaba para demostrar al pisarlo su dominación universal; que se alimentaba con los recursos de todo el mundo conocido hasta hoy, convertido en un cementerio, con calles sin habitantes, plazas desiertas y jardines solitarios; por eso los eriales donde se rompió el arado de Cincinato no brotan ya más que ruinas; por eso la famosa ciudad de las siete colinas, de cuyas cimas se desprenden Ias tradiciones históricas todas de la Italia, se halla convertida en Ias soledades del Tíber.

El poder temporal de los Papas es contrario al catolicismo, es perjudicial al pontificado, y es matador para los pueblos a él sometidos; pero se dice: si la unidad de Italia ha de tener lugar, ¿qué va a ser del pontificado? ¿Adónde ha de ir el Papa? ¿Dónde ha de ejercer su sublime ministerio? Si el Papa, confiando la mucha fuerza moral que todavía conserva, transige franca y generosamente con el que ya es hoy Rey de Italia, asegurando así todas las garantías necesarias para el libre ejercicio de su autoridad espiritual, que nunca puede estar más cómodo que hoy en presencia de 20.000 soldados extranjeros, instrumentos ciegos de su soberano, entonces el Papa podrá ejercer el pontificado en Roma, en Roma, dividida por el Tíber en dos ciudades distintas; en Roma donde existe la ciudad religiosa y la ciudad imperial; en una puede estar el Jefe de la Iglesia, y en la otra el Jefe del Estado.

Pero si el Papa no se aviene a una transacción, si continua encerrado en la inflexible fórmula de non possumus; si el Papa ha de tener el poder temporal, siquiera sea en el punto de su residencia, entonces, señores, el Papa no puede residir en Roma, porque Roma, como fuente del derecho, como origen del municipio, como soberana que ha sido del mundo, es constantemente objeto de la ambición de todos los pueblos, y el Papa no puede residir allí sin ser esclavo de grandes potencias y sin contribuir a la esclavitud de la Italia. ¿Tiene guarnición extranjera? Pues será por ella encadenado, y Roma no será de los italianos, y se levantará como un obstáculo insuperable a la unidad de Italia. ¿No tiene guarnición extranjera? Pues los italianos se levantarán para arrojar el trono del Rey de Roma y colocar el suyo en el Quirinal.

El Papa pues no puede residir en Roma; pero tampoco [1.852] puede ir a una nación extranjera, no puede ir a Austria, porque su emperador cambiaría su espada de Solferino por el rayo del Vaticano para lanzarlo a la cabeza de los Italianos, y el Papa sería en Austria más esclavo que en Roma; no puede ir tampoco a Francia, porque el emperador aspiraría con la influencia del Papa a la dominación universal, lo que el primer Napoleón no pudo conseguir, y haría suspender Ias llaves de San Pedro de las garras del águila imperial, y el Papa sería en Francia tan esclavo como en Austria y más esclavo que en Roma. ¿Pues adónde ha de ir el Papa? oigo decir aquí. ¿Adónde ha de ir? ¿Dónde ejercerá su sublime ministerio? Señores, hay un punto en el antiguo continente, hay una ciudad que fue la primera que oyó el dulce eco de la palabra divina; que cuando todas Ias demás se entregaban a la idolatría, era Ia única que conservaba la idea de Dios; que fue habitada por Dios; que tiene una misión especial, y que así como Alejandría es la ciudad de la ciencia y Atenas la del arte, Roma la del derecho, Jerusalén es la ciudad de Dios. En Jerusalén es donde puede residir el Papa, si ha de vivir redimido de toda esclavitud; porque contra Jerusalén no hay las rivalidades que contra Roma; allí podrá hacer mayores servicios a la religión católica ejerciendo libremente su ministerio, y debilitando el influjo de las iglesias anglicana y rusa, y contribuyendo a la civilización del África, llevando más fácilmente la luz de la religión a sus desiertas playas .

Y descartado el poder espiritual del Papa que nadie ataca, que todos respetan, de su poder temporal, y considerando al Papa como Rey de Roma, y a los Estados romanos como otro Estado cualquiera, podemos entrar con toda la libertad a considerar la cuestión agrupando aquellos estados con los de Nápoles en lo relativo a la invasión del Piamonte.

Los pueblos romanos y napolitanos, cuyos sufrimientos han excitado las simpatías de la Europa, supeditados al yugo extranjero, mal administrados, injustamente vejados, privados de todo derecho, de toda justicia, vieron que para conquistar su independencia ahogada por bayonetas extranjeras, tenían necesidad de emanciparse de sus señores que tantos males les causaban, y han estado en su derecho pidiendo el socorro a quien pudiera concedérselo; cuando los pueblos toman Ias armas en defensa de sus derechos contra los tiranos que les oprimen, cometen un acto de justicia y hacen uso del más sagrado derecho que tienen. ¿Y quién duda que los pueblos romano y napolitano han obrado con razón y con justicia tomando Ias armas contra sus señores? Pero si hay un pueblo que al tomar Ias armas para defenderse de un tirano comete un acto de justicia, sería un acto de insigne inhumanidad dejarle abandonado en la lucha, y un acto de recomendable generosidad ayudar al desvalido en la defensa de sus libertades. Y todo esto aun suponiendo las circunstancias más desfavorables para el Piamonte; y todo esto suponiendo que aquellos estados estaban completamente tranquilos; y todo esto suponiendo que sus soberanos estaban tranquilamente en sus tronos. Pero ¿era así? El Rey de Nápoles abandonando sus estados, huyendo ante un puñado de valientes, los dejaba entregados a la revolución, y la revolución dominante y soberana por la nulidad a que el Monarca se redujera, llamaba a Víctor Manuel para ocupar un trono que su antecesor ni había sabido conservar ni sabía defender.

 El Rey de Roma acumulando, organizando y armando mercenarios extranjeros en la frontera del Piamonte, frontera que por otra parte no existe más que en los mapas, comprometía a la vez que la paz de sus Estados la de los del Piamonte que no podía ver con indiferencia conducta semejante, y mucho menos hacerse con su apatía responsable de los conflictos a que pudiera dar lugar la acumulación de mercenarios extranjeros a la vista de sus pueblos.

Los pueblos romano y napolitano han estado en su derecho pidiendo el socorro que necesitaban, y el Piamonte ha cumplido con un deber político a la vez que humanitario, en acudir al socorro de aquellos pueblos; y aunque confesemos que ha habido infracción del derecho internacional establecido en los tratados del año, de 1.815 si por otra parte no sólo han sido olvidados estos tratados, excepto en lo que contenían contra Ias libertades de los pueblos, sino que han sido olvidados también y despreciados en todo lo demás por los mismos que contra Italia los invocan, ¿de qué manera consideráis la invasión del ejército del Piamonte en los otros territorios? ¿Podemos considerarla como un ataque a su independencia, como un medio de conquista?

No, y mil veces no: no se va a conquistar la independencia de un pueblo que corre al encuentro de sus vencedores en nombre de una fraternidad natural despedazada por una fatal política, y con la ayuda de bayonetas extranjeras, y como decía no ha mucho, Sres. Diputados, un escritor moderno, no se conquista la propia familia, se reúne a ella.

Por otra parte, Ias potencias que apegadas a esos tratados acusan al Piamonte, se olvidan de lo que ellas y Ias de más potencias han hecho en su caso, y olvidan por lo mismo que el Piamonte en esta cuestión puede esperar perfectamente tranquilo que le arrojen la primera piedra.

Pero se dice: es que el Rey de Nápoles, es que Francisco II tenía Ias simpatías de su pueblo, como Ias tenía el Rey de Roma; pero unos cuantos agentes revolucionarios extranjeros, por medio de la sorpresa y la conspiración, han promovido tan ruidosos acontecimientos sin la voluntad de aquellos pueblos. ¿Habrá nadie que se atreva a hacer este argumento? ¿Habrá alguno que lo crea aunque lo diga? Pues si Francisco II, lo mismo que el Rey de Roma, hubiera tenido, no ya Ias simpatías de todo el país, sino de una pequeña parte de él, ¿hubiera sido necesario que el segundo, no pudiendo reunir un ejército de romanos, tuviese que apelar a componerlo de mercenarios extranjeros, y que Garibaldi, ese héroe de los héroes, hubiera conquistado con solos 1.500 hombres, no sólo toda la Sicilia, sino que hubiera atravesado todo el Continente con 5.000 hombres, y lo que es más, hubiera entrado solo y desarmado en la misma capital del reino? ¡Qué confianza tenía aquel hombre popular en la buena causa que defendía y el desprestigio que acompañaba en lo que llamaba su pueblo al Rey fugitivo declaración tan universal de la voluntad del pueblo nunca puede ser debida a la intriga, ni a Ias conspiraciones de unos cuantos revolucionarios extranjeros, sino a las ideas de independencia y libertad desarrolladas al calor de todos y cada uno de los ciudadanos.

Los romañoles pues y los napolitanos, víctimas de la mala administración de sus Gobiernos, a quienes una y otra vez habían pedido reformas que no les fueron concedidas, han hecho ni más ni menos que lo que hicieran a su vez otras grandes naciones; tomar Ias armas para conseguir su [1.853] independencia, para recobrar su libertad o perecer con gloria en la lucha, ni más ni menos que lo hicimos nosotros al principio de este siglo cuando la invasión de los franceses.

¿Qué han hecho pues los romañoles y los napolitanos, más que lo mismo que hicieron, de la única manera que entonces podían hacerlo, la Francia y la Inglaterra, declarando que los Gobiernos de aquellos pueblos de Italia eran los peores del mundo, los más detestables, y rompiendo toda clase de relaciones con ellos? Aquellos pueblos pues tomaron las armas en contra de la opresión que los esclavizaba, como lo hicieron nuestros padres al luchar brazo a brazo con el coloso del siglo que nos invadió, el mal Gobierno que nos oprimía y vilipendiaba. Si Ia Inglaterra y la Francia establecieron con el Gobierno de Francisco II y del Papa el único divorcio que podían establecer, rompiendo sus relaciones con ellos, ¿qué extraño es que el pueblo, víctima de Ias crueldades y crímenes de esos Gobiernos, tratara de establecer ese mismo divorcio de un modo completo en el momento que pudiera hacerlo? La historia nos dice que el divorcio entre el pueblo y la dinastía termina siempre, aunque la lucha se prolongue, por la caída de la dinastía: así sucedió con la dinastía de los Estuardos en Inglaterra, con la de una parte de los Borbones en Francia, y aún con parte de los Borbones en España, como ha sucedido con declaración de exclusión a la corona de España para Don Carlos y sus hijos, y aun para Don Sebastián. No olvidéis pues Ias lecciones de la historia: cuando hay divorcio, cuando hay antagonismo entre un pueblo y una dinastía, esta al fin es la que se hunde, y el pueblo se levanta para ejercitar su soberanía.

Sin embargo de esto, Sres. Diputados, el Gobierno de la unión liberal ha condenado todo, absolutamente todo lo que en aquel país se hizo, y llamándose constitucional, y siéndolo al parecer, expone y protesta contra el establecimiento de instituciones liberales en Italia; protege y defiende instituciones reaccionarias en Nápoles y demás estados de Italia; procede y obra ni más ni menos que como procedería y obraría un monarca español absoluto durante el célebre, por lo desastroso, pacto de Familia. ¿Qué más podían hacer los monarcas absolutos que desconocer el derecho de los italianos a emanciparse, protestar contra la soberanía nacional y proclamar el derecho divino? El Gobierno de la unión liberal ha dado su completa reprobación a todos estos acontecimientos; ha faltado, lo que es más, al primer deber de todos los Gobiernos, que es procurar aumentar la fuerza de las instituciones que rigen en su país, contribuyendo de una manera digna a que ellas mismas rijan en los demás. Pues el Gobierno de la unión liberal, en vez de seguir esta política de buen gobierno, lo que ha hecho ha sido todo lo contrario; ha protestado contra Ias instituciones que se daban los pueblos de Italia, y ha procurado conservar allí, en cuanto de él, ha dependido, el statu quo; ha hecho traición a Ias instituciones a cuya sombra vive, y se ha puesto en abierta oposición con el país que Ias conquista derramando a torrentes la sangre, y que las conserva porque las cree Ias mejores: el Gobierno de la unión liberal, al condenar absolutamente tolo lo que allí se ha hecho, ha protestado de una manera sin restricciones de ningún género contra la unión de aquellos pueblos, comunes por su origen, por sus costumbres, por su lenguaje, y que desean tener una misma forma de gobierno, unas mismas instituciones, para conseguir de este modo el desarrollo de su prosperidad, de su bienestar y de la civilización: se ha opuesto a Ias esperanzas más legítimas, más nobles y más grandes de la España a su unión con Portugal, unión que no puede tener lugar, que no conviene que le tenga por la fuerza; unión que no puede verificarse de una manera digna, de una manera estable, de una manera conveniente, más que por la espontánea voluntad de uno y otro país.

Al condenar tan en absoluto, sin restricción de ninguna especie, el principio de anexión, al Gobierno ha querido cerrar Ias puertas de nuestro porvenir, la puerta a que en efecto llamaremos mañana cuando mirando la tendencia que en los pueblos se observa hacia la libertad en la esfera de la política, como la tendencia hacia la unidad que se siente en los pueblos en el siglo XIX, cuando convencidos españoles y portugueses de que separados somos tan débiles como juntos fuertes, y nos convengamos en unirnos; puerta a que llamaremos mañana cuando los dos pueblos se persuadan que en la unión esta el porvenir de esta península, podrá la Europa contestarnos con una despreciable carcajada, recordándonos los principios sobre anexiones de este maladado Gobierno.

No hay ningún pueblo en el mundo, Sres. Diputados, no hay ningún pueblo en el mundo que tuviera más razones para oponerse a la revolución de Italia, y mucho menos tan en absoluto, tan sin restricción, como se ha opuesto al actual Gobierno; porque la revolución de Italia es nuestra revolución; porque los sucesos de Italia son nuestra historia; porque lo que la Italia pretende ser entre al Mediterráneo y el Adriático, es lo que pretendemos nosotros ser entre el Mediterráneo y el Océano; porque no podemos condenar esos principios que nos han de Ilevar más pronto al engrandecimiento en el porvenir.

¿Y qué razones ha tenido este Gobierno, qué altas consideraciones ha tenido presentes el Gobierno de la unión liberal para contrariar así nuestras tradiciones, para contrariar nuestra historia, para oponerse a nuestro porvenir? Véalas aquí el Congreso. En un despacho telegráfico del Ministro de Estado a nuestro Ministro plenipotenciario en Turín de 17 de Mayo de 1.860, se lee lo siguiente: "No pudiendo ser indiferente a SM. la Reina la suerte de su ilustre pariente, etc... procure que ese Gobierno impida que en su territorio se armen nuevas expediciones contra Sicilia." Con tal de que se salve la suerte del ilustre pariente de la Reina, lo demás importa poco. En otro despacho telegráfico del Ministro de Estado dirigido desde Madrid a nuestro Representante en Turín, se lee lo siguiente: "EI Gobierno de la Reina, que tiene especial interés en que se conserve la integridad de los Estados de S.M. el Rey Francisco II, tiene además la obligación de mantener los derechos de la casa de Borbón."

Continúa: " S.M. tiene derechos eventuales sobre los pueblos y territorios que comprende el reino de Ias Dos Sicilias, y en tal concepto no le es dado consentir que aprovechándose de los resultados que pudiera ofrecer la sublevación capitaneada por Garibaldi, se pretenda adjudicar la Sicilia a un soberano extranjero."

Y continúa: " Si lo que hoy no es de esperar triunfase el levantamiento de Sicilia," ¡qué previsión la del Gobierno español! Lo que todo el mundo veía, el Gobierno no lo podía prever, " y se intentase conceder al rey de Cerdeña o alguno de los príncipes de su familia la soberanía de dicha isla, deberá V.E. manifestar verbalmente al señor conde de Cavour que el Gobierno de S.M. se vería en las necesidad de sostener con la firmeza conveniente los derechos que a S.M. la Reina corresponden." Con tal de que no se colocara en el Trono al Rey del Piamonte ni a ningún individuo de su familia, todo lo demás podía pasar, aunque se concediera la soberanía al emperador de Marruecos o al Gran turco. Sin duda para este Gobierno tiene el inconveniente el Rey del Piamonte de ser Rey constitucional. [1.854]

 Por último, por no molestar por mucho tiempo la atención del Congreso, leeré nada más que otra nota que es " la protesta presentada por nuestro Ministro plenipotenciario en Turín contra la entrada de Ias tropas sardas en el reino de Nápoles y contra la anexión de la Italia meridional a los Estados del rey de Cerdeña en 9 de Octubre de 1.860 para defender los fueros legítimos de una dinastía enlazada a la de S.M la Reina por los más sagrados vínculos, y para mantener a la vez los derechos que los tratados de 1.759 confieren a S.M. Católica respecto del reino de las Dos Sicilias."

He aquí, señores, compendiadas en breves palabras Ias altas razones, Ias elevadas consideraciones de Estado que el Gobierno de la unión liberal ha tenido presentes para contrariar nuestras tradiciones, para protestar contra nuestra historia, para olvidarse de nuestro porvenir. Como ha visto el Congreso, todo se reduce a la suerte de los ilustres parientes de la Reina; a los derechos que estos ilustres parientes tienen al Trono de Nápoles; a los eventuales que la dinastía de Doña Isabel II pudiera tener a esos Estados; y todo esto fundado en los tratados de 1.815 modificados dos años después.

Voy a hacerme cargo de cada una de estas razones. La suerte de los ilustres parientes de la Reina es muy atendible sin duda; yo se la deseo muy próspera y feliz; pero me parece más atendible la suerte de la nación española ante la cual debe aquella desaparecer. Poner en primer término, poner como sola y única razón la suerte de los ilustres parientes de la Reina en una cuestión tan trascendental, olvidándose por ella de la nación española, me parece inconveniente, me parece peligroso. Señores, eso es, en vez de elevar la política a las altas regiones de las nacionalidades, hacerla descender a los mezquinos aposentos de la familia; eso es arrastrarse por las regiones de la personalidad. ¡Qué contraste, señores! El Gobierno de la unión liberal se interesa por encima de toda otra consideración por la suerte de los ilustres parientes de la Reina, cuando los ilustres parientes de la Reina no se han interesado jamás por la suerte de su ilustre parienta. Cuando estos ilustres parientes se cuidaron bien poco de la suerte de su ilustre parienta, cuando todavía niña se vertía por su suerte la sangre de los españoles a torrentes, y esos ilustres parientes de S.M. se interesaban bien poco por la suerte de su ilustre parienta cuando reconocida par casi todas Ias naciones, seguían pertinaces en no quererla reconocer.

Y hacían bien bajo su punto de vista político y obraban con dignidad. ¡Quién había de decirnos que los Gobiernos entonces de Nápoles habían de dar una lección de dignidad al Gobierno de la unión liberal, por más que esta lección haya pasado desapercibida, como pasan para el Gobierno todos los hechos, así Ios más notables como los más triviales! Aquellos ilustres parientes no se interesaban por Ia suerte de su ilustre parienta, porque ante una cuestión política no querían ver, y hacían bien, una cuestión de familia, porque la idea política reemplazaba al parentesco. Representaba Doña Isabel Il unas doctrinas, unas ideas distintas de las que representaban aquellos ilustres parientes, y hacían bien bajo su punto de vista, no sólo en no interesarse en la suerte de su ilustre parienta, sino en contrariarla como la han contrariado. ¡Quién había de decir que Ios Gobiernos de Nápoles habían de ser más grandes en sus miras que el Gobierno de la unión liberal! iQuién había de decir que los Gobiernos de Nápoles habían de dar lecciones de política al Gobierno de la unión liberal! ¡Desgraciado Gobierno que se encuentra en este caso, y más desgraciado todavía si aún con estas lecciones no es capaz de aprender!

¡Pero ya se ve! El Gobierno se ha creído sin duda en el caso de apoyar o de jugar el todo por el todo en la defensa de esos ilustres parientes; aparte, y prescindiendo de lo que he dicho, sin duda por Ias altas consideraciones que esos ilustres parientes han dispensado siempre a nuestro país! consideraciones que nos desenvolvió aquí muy bien, como quien lo sabe, como suele decirse, de buena tinta, nos desenvolvió aquí el Sr. O'Donnell, cuando contestando al señor Castro, y tratando de poner en armonía la opinión del señor Presidente del Consejo de Ministros con las del Sr. Presidente de esta Cámara acerca de la expedición de 1.848, nos decía, señores, que había ido a felicitar una comisión del ejercito español a uno de estos ilustres parientes de la Reina, y el ejército español sufrió el desaire de no ser recibido por ese ilustre pariente, y cuya comisión por espacio de ocho días no se atrevió a ponerse el uniforme. Si no estuviera convencido todo el mundo de que el uniforme del soldado español no ha estado nunca, no digo despreciado, sino ni humillado siquiera, sería necesario taparse el rostro con Ias manos para que no asomara el carmín de la vergüenza. Pero no, y mil veces no; el uniforme del ejército español nunca, en ninguna parte del mundo ha sido despreciado; siempre ha sido llevado con orgullo por nuestros militares, menos sin duda en cortes tan corrompidas como en la corte de esos ilustres parientes, en donde la luz sin duda ofusca a Ios que viven en la oscuridad.

Pues por la suerte de esos ilustres parientes que tanto se han interesado por las instituciones de nuestro país, que tanto celo han manifestado por la suerte de su ilustre parienta, que con tan finas y delicadas consideraciones han tratado a nuestra patria, el Gobierno ha prescindido de todo cuanto a los altos intereses del país pueda ser hoy conveniente y puede serlo mañana. ¡Los derechos de Ios Borbones! ¿Qué derechos? ¿Los que provienen de Dios? Si el Gobierno cree en efecto que son de derecho divino esos derechos, si cree que esos son emanación de la divinidad, está en su lugar defendiendo los derechos de los Borbones; pero en ese caso tenga el valor suficiente para decirlo en este sitio y vaya a ponerse al frente de Ias huestes neo-católicas renunciando un puesto que debe a una Reina constitucional, en una Monarquía regida por el sistema constitucional, donde no hay Secretarios de Reyes absolutos, sino Ministros responsables de sus actos. Si no cree en el derecho divino, si cree que los Reyes no pueden ser producto sino de la voluntad de los pueblos, repare en el derecho que les ha quedado al de Nápoles y a los de los demás Estados de Italia que han sido expulsados por medio de la manifestación más universal de que ha habido ejemplo en la historia, una de dos: o los Reyes lo son por derecho divino, o lo son por la voluntad de los pueblos. ¿Aceptáis lo primero? Decidlo, proclamadlo en voz alta tened valor para proclamarlo; pero tened presente que defendéis y proclamáis en la segunda mitad del siglo XIX una herejía política, una con tradición que lucha abiertamente con el poder que ejercéis y que no ejerceríais al abrigo de una Monarquía de derecho divino. Si no lo creéis así, al defender los derechos de los soberanos de Italia defendéis un fantasma, os ponéis en contradicción con las doctrinal que estáis en la obligación de practicar y defender, y combatís contra vuestros hechos, contra vuestras ideas y contra vuestra posición.

Pero aparte de esto, Sres. Diputados, los Gobiernos, todos Ios Gobiernos tienen el deber imprescindible de defender los derechos de Ios pueblos, porque aún negando, si fuera posible negar la soberanía de Italia; si ese Gobierno era indigno de existir; si en vez de gobernar paternalmente a sus pueblos los oprimían y degradaban; si a la sombra de ese poder escandalizaban a la Europa por sus excesos, sus despilfarros y hasta sus crímenes, ¿habían de sufrirlos [1.855] esos pueblos? No, y mil veces no. El deber del Gobierno español, como de todos los Gobiernos, es en casos semejantes negar esos derechos de familia en nombre de los cuales se cometen tales abusos en daño de la humanidad. ¿Qué significa, señores, un apellido, por respetable, ilustre y tradicional que sea, para sacrificarle el bienestar y libertad de todo un pueblo? Han concluido por fortuna aquellos tiempos en que una familia que llevaba un apellido más o menos ilustre podía servir de bandera y derramarse en su nombre y en su defensa la sangre de los ciudadanos. Hoy generalmente los apellidos no significan más que la idea que representan, y las que los Ilevan tienen que bajar la cabeza ante la marcha tranquila y sosegada de este siglo, si no quieren ser arrastrados por su torrente. La Italia ahora y la España en otra época, ¿que han hecho más que defender una idea contra otra idea? La Italia al expulsar hoy a los Borbones, como la España expulsó en su día a los Borbones del titulado Carlos V; la Italia al proclamar a Víctor Manuel, como la España cuando proclamó a Isabel II, la Italia ahora y la España entonces, no hicieron más que defender una idea y combatir otra: la soberanía nacional de la España hizo lo uno; la soberanía nacional de Italia hace lo otro; y al defender el Gobierno los derechos de los Borbones de Italia después de haber sido expulsados por la voluntad nacional de la Italia, ¿no sabe que barrena por su base el trono de Isabel II?

Señores, se ha hablado mucho de los intereses de la dinastía de Doña Isabel II; se ha hablado de quiénes pueden ser sus amigos o sus enemigos; pero ¿sabéis quienes son los que más encarnizadamente dirigen contra ella sus tiros? ¿Sabéis quiénes son? Pues ahí los tenéis: los Ministros de la unión liberal. (Fuertes murmullos.)

Derechos eventuales que los Borbones de España pueden tener a la corona de aquellos Estados. ¡Ah, señores, si no fuera por las graves consecuencias a que pudiera dar lugar semejante doctrina, semejante razón, más que a sería discusión se prestaría a risibles comentarios! ¿De dónde se ha sacado que Doña Isabel II y su familia puedan tener derecho ninguno a la corona de aquellos Estados? Y al defender el Gobierno los derechos eventuales de los Borbones a esa sucesión, ¿sabéis lo que defendía? Defendía los derechos eventuales de la familia del llamado Carlos V y de sus sucesores.

¿Y cuándo? Casi en los mismos momentos en que esta familia con las armas en la mano y cometiendo el crimen de esa nación más horrible que registra la historia en sus anales, venía a quitar a la Reina de España los derechos que la ha dado la voluntad del pueblo. iVaya un contraste, Sres. Diputados! Pero todavía hay otro, si no tan doloroso por sus resultados, por lo menos más singular; resultado de la especial política que el Gobierno ha adoptado en esta importantísima cuestión.

El Gobierno de Isabel II, Reina por la voluntad nacional, protesta contra la voluntad nacional de Italia, por defender unos derechos que no tiene, y un pretendiente que no tiene más títulos para presentase como aspirante a la corona de España que los llamados derechos de familia, respeta la voluntad nacional de Italia, y renuncia a los derechos que por los tratados podía tener con más razón que Isabel II a la sucesión de aquellos Estados. Es decir, que se presenta el Gobierno español menos generoso que aquel pretendiente que no tiene más derechos que los de familia. Cesión oficiosa la de Don Juan, porque no la necesita el Rey del Piamonte para llevar una corona que le ciñe la voluntad nacional de su pueblo; pero protesta ridícula la del Gobierno que sin derecho ninguno se opone a la voluntad nacional, cuando ese Gobierno es de una Reina que lo es por este principio, nada más que por este principio. (Grandes murmullos, fuertes interrupciones.)

El Sr. CALVO ASENSIO: Sr. Presidente, reclamo que se mantenga al Sr. Diputado que habla en uso de su derecho.

El Sr. SAGASTA: Y yo, Sr. Presidente, pido que se lea el artículo del Reglamento por el cual están facultados los Sres. Diputados que lo hacen para interrumpirme cuando estoy en el pleno uso de mi derecho.

El Sr. SAGASTA: Ruego al Sr. Secretario que se sirva leer ese artículo para que los Sres. Diputados, como los señores Ministros, se enteren perfectamente de él y se convenzan que estoy dentro de mi derecho, y que nadie me lo puede disputar con el Reglamento en la mano.

El Sr. SAGASTA: Pido la palabra.

El Sr. SAGASTA: Ya habrán visto los Sres. Diputados las razones que el Gobierno ha tenido para fundar su política en Italia.... (Murmullos y rumores.)

 El Sr. PRESIDENTE: Sr. Diputado, no puedo permitir que continúe V.S. en su discurso. Es menester que antes explique sus palabras.

Muchos Sres. Diputados: Sí, sí.

Otros Sres. Diputados: Después, después.

El Sr. OLÓZAGA: Cuando concluya su discurso con arreglo al Reglamento. (Nueva interrupción.)

El Sr. SAGASTA: Sr. Presidente, sobre V.S., sobre el Congreso, sobre todos los Diputados está el Reglamento. El Reglamento previene que las explicaciones que se exijan y se den después de concluido el discurso, y mientras que yo esté apoyado en el Reglamento, es excusado, absolutamente excusado todo ademán, todo conato que tienda a ahogar mi voz, que no se ha de ahogar aunque se levante contra ella todo el mundo. (Murmullos.)

Conste que si antes he interrumpido mi discurso, ha sido por respetos a la Presidencia, que es la única que tiene derecho a interrumpirme. Por lo demás, lo que ha hecho la mayoría es contra el Reglamento, está en contradicción con el decoro de esta Cámara. (Nueva interrupción.)

El Sr. PRESIDENTE: El lenguaje de S.S. es el contrario al decoro del Congreso.

El Sr. SAGASTA: Continúo pues mi discurso con tranquilidad, como conviene a este sitio, sin acaloramiento alguno; estoy más tranquilo, en efecto, que cuando empecé.

Intereses de familia han constituido el fundamento de Ia política del Gobierno en esta cuestión, y he aquí la España defendiendo ¡quién lo diría! el tratado de 1.815 en que se apoyan; defendiendo unos tratados que humillaban a la España, que la rebajaban, y que desde el momento que les conoció debió poner todo su conato, ejercer toda su influencia y su poder para destruirlos, como lo exigía su dignidad.

¿Qué son, en efecto, los tratados de 1.815? Los tratados de 1.815 no son más que la soberbia pretensión de los que creyéndose omnipotentes, quisieron establecer el equilibrio europeo como un mero mecanismo particular, y organizar la Europa como se monta una máquina cuyas ruedas giran a voluntad de un motor; no son más que el convenio de las naciones del Norte para destruir las naciones del Mediodía; no son otra cosa que el pacto del absolutismo contra la libertad; la inteligencia de varias razas para acabar con nuestra raza latina; no son más que un acto de venganza contra un enemigo poderoso que años antes Ias había humillado; no son, por último, más que un alarde de fuerza y de desahogo que despedazó la Italia y humilló Ia España. ¡Y la España, nación del Mediodía, y la España, nación de raza latina, ha de apoyar tratados que no existen, que por las mismas naciones interesadas no se han podido conservar; que han sido rotos con la separación de la Bélgica y de la Holanda, y que, por último, desaparecieron con el humo de la pólvora en Magenta y Solferino! iLa España defendiendo unos tratados que humillaban su dignidad!

¿Y qué significan esos tratados en cuanto al derecho? ¿Qué diferencia hay entre la geografía que Napoleón I en medio de grandes batallas, en medio de grandes combates trazada con la punta de su espada, y la geografía que en completo silencio y en toda seguridad y sin riesgo alguno trazaron esas potencias con la punta del lápiz o la pluma? ¿Qué derecho tenían los autores de aquellos tratados para disponer y repartir a su antojo los pueblos, las nacionalidades y los ciudadanos como si fueran hatos de ovejas? ¿A qué satisfacción dieron cumplimiento, a qué voto respondieron, a qué regla se atuvieron?

Si los signatarios del tratado de 1.815, en vez de contentarse con rebajar a España, con humillarla, la hubieran despedazado como hicieron con Italia, ¿se hubiera contentado la España con esto? No, y mil veces no. Lo hubiera sufrido como una carga hasta que adquiriendo fuerzas hubiera podido arrojarla sobre Ios que tan injustamente se la impusieran. Pero el Gobierno de la unión liberal, para quien por lo visto no hay derecho alguno sobre el derecho de los reyes, para quien al parecer hay familias escogidas por la Providencia que han de reinar siempre; para quien no hay otra soberanía ni otro origen del poder que el derecho divino; el Gobierno de la unión liberal creyó que la España debía estar muy satisfecha con unos tratados porque favorecen los intereses de ciertas familias, creyó que España debía resignarse a la humillación que de esos tratados le resulta solo porque en el repartimiento de territorios tocaba una porción de ese terreno a la familia de los Borbones. El Gobierno de la unión liberal creyó que la España vería con gusto la reducción de sus intereses y la mengua de su dignidad por el acrecentamiento de los intereses de cierta familia, olvidando que la dignidad de España está muy por encima de un apellido, de una familia, por importante y tradicional que sea.

Pero ni esta política personal, ni esta desastrosa política ha sido conducida con la dignidad y decoro que corresponde al Gobierno de un Estado.

Tengo necesidad de reproducir parte de una de Ias notas que antes he leído. Decía el Gobierno repitiéndolo por si los Sres. Diputados lo han olvidado, decía en su primer despacho el Sr. Ministro de Estado a nuestro representante en Turín entre otras cosas lo siguiente: " Si lo que hoy no es de esperar, triunfase el levantamiento de Sicilia y se intentase conceder al Rey de Cerdeña o a alguno de los Príncipes de la familia la soberanía de dicha isla, deberá V.E. manifestar verbalmente al señor conde de Cavour que el Gobierno de S.M se vería en la necesidad de sostener con la firmeza conveniente los derechos que a S.M. la Reina corresponden, etc."

Esto decía el Gobierno en su primera nota cuando tuvo noticia de la invasión de la Sicilia por Garibaldi. Pues bien: no sólo se verificó lo que el Gobierno ni a temer se atrevía, no sólo se otorgó a Víctor Manuel la soberanía de una de las Sicilias, sino que la sublevación se ha extendido a las dos Sicilias concediéndole la soberanía de las dos, sino que por último se ha arrancado a Francisco II la corona de sus sienes para colocarla en las de Víctor Manuel. ¿Y qué hace el Gobierno español después que los resultados han ido más allá de sus extraordinarias previsiones, después de pasar esa nota fuerte, porque fuerte es una nota que se pasa a un Gobierno amigo, cuando no había razón para sospechar que el Piamonte tuviese influencia alguna en la invasión de la Sicilia? ¿Qué hace el Gobierno después de todo esto? Lo siguiente: en otra nota, fecha 24 de Octubre, dice el Ministro de Estado a nuestro representante en Turín: " Después de la protesta presentada por V.E. el Gobierno de S.M. no juzga conveniente la presencia de V.E. en esta corte. Así puede V.E manifestarlo en términos oportunos a ese Sr. Ministro de Negocios extranjeros, retirándose de [1.857] Turín cuando haya acreditado al secretario de la legación como encargado de negocios."

 Es decir, que en la segunda nota, en la última nota, después que los resultados fueron más allá de la previsión del Gobierno, se contenta con decirle: venga V. a Madrid; pero antes deje V. ahí encargado al secretario para que no se note su falta de la embajada y véngase ni más ni menos que como lo ha hecho otras veces para tomar parte en los debates de las Cortes.

¿Responde esta última nota a lo que el Gobierno prometió en la primera? ¿Hay armonía entre lo fuerte de la primera y lo tolerante y suave de la segunda? Una de dos: o el Gobierno se excedió en la primera, o faltó en la segunda, o prometió mucho, o ha hecho poco. Si en la primera el Gobierno fue imprevisor, en la segunda ha sido débil: la imprevisión pudo habernos traído conflictos graves, desastres sin cuento; la debilidad pudo traernos la humillación del ridículo, y la humillación y el ridículo ante Ias demás naciones es nuestra muerte. ¿Y es así como se conducen los altos intereses del Estado? ¿Es así como se mira por la dignidad de la nación española? ¿Es así como se procura el engrandecimiento de nuestra posición en el exterior? ¡Desdichado Gobierno, que allí donde va con sus simpatías, lo mismo en Nápoles que en Roma, ha sobrevenido una catástrofe, y que al mismo tiempo allí donde ha ido con sus amenazas y su oposición, ha ido la fortuna a favorecer con la victoria a los amenazados! Así es en efecto; el Piamonte, que era un rincón de Europa, casi escondido en los pliegues que se desprenden de los Alpes, es hoy una nación de primer orden.

Pero si de las notas y documentos pasamos a los hechos; si prescindiendo ya de los documentos diplomáticos nos hacemos cargo de la conducta práctica del Gobierno y de sus agentes a propósito de esta cuestión, ¿qué vemos? Vemos o hemos visto a un embajador español, a un representante de esta nación, querer obrar como súbdito fiel y agradecido de un desdichado Monarca; vemos o hemos visto que con su pertinacia en estar al lado del que parecía su señor, con ese empeño de distinguirse de todos los agentes diplomáticos de Ias demás naciones que no eran satélites del Austria, ha dado margen a que se diga que nuestros buques hacían señales a los sitiados para darles a conocer la posición que ocupaban los sitiadores; ha dado margen a que en una circular del último Ministro de Estado de Francisco II se diga que habiendo aconsejado a los embajadores de todas las potencias que podían permanecer separados de su lado para huir de los horrores del sitio, todos lo hicieron menos el Ministro español, que había dicho desde luego que permanecería al lado de Francisco II, cualquiera que fuese su suerte, y que ha dado margen a que se le acuse oficialmente ante Ia Europa de que sus consejos pudieron contribuir a la resistencia de Francisco II en Gaeta. Es decir que nuestro representante cerca de Francisco II había decidido sin duda por su cuenta, cualquiera que fuese la suerte del que fue, y no creo vuelva a serlo, Rey de Nápoles, continuar cerca de su persona; es decir, que intervenía todo lo activamente que puede intervenir en una lucha en que el Gobierno español, a la faz de la Europa, se había declarado completamente neutral. Si ese agente español cerca de aquel Monarca tenía deudas de cariño que pagar, o recompensas extraordinarias que agradecer, podía haberlo hecho sin comprometer de ninguna manera los intereses de la nación española. Si quería obrar como hombre agradecido, pudo haberse despojado de su investidura y tomar, si le parecía conveniente, una espada o un fusil para defender en la brecha a su señor. Todo lo demás ha sido aventurado, ha sido imprevisor; ha podido traernos consecuencias muy graves, comprometiéndonos en una guerra por la peor de las causas, o exponernos a sufrir una bochornosa humillación ante las potencias que se habían comprometido a no intervenir en la lucha ni a permitir que nadie interviniera. También hemos visto que nuestros agentes en el exterior han tratado de convertir a España en el oficioso cargo de correo de otras potencias; se ha visto que nuestros buques de guerra estaban al parecer como destinados a hacer el contrabando de documentos diplomáticos, puesto que se decía que no se llevaban más que los pliegos para el embajador español, y luego resultaba que se quería hacer entrar furtivamente en una ciudad bloqueada la correspondencia de otras potencias, comprometiendo así a nuestros dignos marinos a sufrir una bochornosa humillación, y exponiendo a Ia España a graves y terribles conflictos. Por último, vemos que nuestro representante ha desaparecido del territorio de Nápoles, que no sabemos dónde está, ni quién defiende allí los intereses de nuestros conciudadanos. El embajador de Nápoles sólo debe estar en el territorio de Nápoles, y no se concibe que habiendo abandonado los intereses que le estaban confiados, pueda estar en otra parta más que en España, si es que tenía licencia pare venir.

Pero sea de esto lo que quiera, pregunto yo al Gobierno: el representante de España en Nápoles ¿ha obrado con arreglo a las instrucciones del Gobierno, o no? ¿Ha obrado con arreglo a las instrucciones del Gobierno? Pues vea el Congreso dónde queda la neutralidad. ¿No ha obrado con arreglo a esas instrucciones? Pues aquel agente diplomático ha cometido faltas gravísimas, cuya responsabilidad no puede desaparecer nunca del Gobierno, porque él lo llevó allí; porque lo conserva; porque no lo ha removido; dando así a entender que aprueba la política que ha seguido. De todos modos, no puede ser otro que el Gobierno el que cargue con esa responsabilidad (y si hubiere otro, tanto peor), porque ya se acabaron los tiempos en que los embajadores representaban única y exclusivamente las personas de los Monarcas de quienes eran enviados.

Hoy no representan, hoy no deben representar, hoy no pueden representar más que la política y los intereses de los Gobiernos que los envían. Por último, para que en todo, hasta en los más pequeños detalles, se vea la posición del Gobierno y la hostilidad que muestra a aquel gran pensamiento, a aquel gran movimiento de Italia, cuando queda vacante la embajada de Roma, allí que está manifiesta la lucha entre el principio de Ia libertad y principio del absolutismo; allí que está manifiesta la lucha entre el principio liberal y el principio reaccionario, manda a ocupar aquel puesto, como representante de España, a un hombre político de ideas eminentemente reaccionarias. Y como sino fuera bastante mandar a un hombre conocido por sus ideas reaccionarias, es necesario que la hostilidad que hace a aquel gran movimiento sea más manifiesta hasta en el nombramiento. Cuando en Italia se hace hostilidad al poder temporal del Papa, ¿a quién se nombra? A un hombre político que se ha atrevido a tener el mal gusto de calificar de asqueroso el principio de la soberanía nacional, uno de los dos principios que están en lucha en aquel país. Señores, ¡qué previsión, qué prudencia, y sobre todo, qué neutralidad!

Ya ha visto el Congreso, Sres. Diputados, Ias razones que el Gobierno ha tenido, cuáles han sido Ias consideraciones en que ha fundado absolutamente su conducta política relativamente a la cuestión de Italia, para resolver una de las cuestiones más importantes que se debaten. Pues yo dejo a la consideración del Congreso ahora, y a la consideración del país después, las consecuencias desastrosas, [1.858] los resultados funestos que pueden traer semejante política. Cuando la cuestión que hoy se debate en Europa absorbe la atención de casi todas Ias potencias de la tierra, cuando para resolverla se apela a las más altas regiones de Ia política, cuando de sus resultados se hace depender y con razón la paz estable de los pueblos, cuando por todas partes se respeta ese gran movimiento de la opinión pública, cuando por tan elevadas consideraciones se prescinde de pactos de familia, que ya por otra parte han sido deshechos y completamente destruidos, cuando por tan elevadas consideraciones se prescinde de ciertos apellidos y se abandona a su suerte a los que hasta ahora han sido soberanos de Italia, ¿puede haber nada más inconveniente, nada más peligroso, que el oponer a una política tan elevada una política de familia, una política personal, una política mezquina?

¿Puede haber nada más perjudicial que el invocar el derecho antiguo, hablar el lenguaje de los antiguos tiempos? ¿Puede haber nada más desastroso que el establecer una especie de mancomunidad entre la suerte de los Borbones de acá y la suerte de los Borbones de allá? ¿Qué ha de suceder con un Gobierno descreído y egoísta, sin más móvil que su interés, sin otro pensamiento, sin otro dogma, sin otro sistema que el mandar un día más? ¿Qué ha de suceder con un Ministerio que tiene fijas constantemente sus miradas sobre el banco gubernamental, cuando deben tenderlas sobre el porvenir? ¿Qué ha de suceder con un Ministerio que se doblega a todas Ias exigencias, que escoge todas Ias formas, que toma todos los colores para sostenerse un día más en el poder? ¿Qué ha de suceder con un Ministerio, planta parásita del Trono, con cuya sustancia pretende alimentarse y de cuya vida quiere vivir como la hiedra, que se alimenta de la sustancia y de la vida del árbol, sin considerar que si la hiedra adherida al árbol vive más, el árbol vive menos y que puede llegar un día en que la hiedra y el árbol vengan abajo a los mismos golpes del hacha? ¿Qué ha de suceder con un Ministerio que no tiene para nada en cuenta las enseñanzas de la historia? Sucederá lo que siempre ha sucedido, sucederá lo que no puede menos de suceder.

No hace mucho tiempo, Sres. Diputados, que en una nación vecina existía una poderosa dinastía. AI frente de esta dinastía se encontraba un Monarca de grandísimas cualidades. Ministros de este Monarca, o le aconsejaron como estímulo para conservar su poder, o le consintieron como medio de no perderlo, una política, que aunque desenvuelta con más elevados medios, era parecida a la política que el Gobierno de la unión liberal ha adoptado en las cuestiones internacionales desde su advenimiento al poder. Aquel Monarca y sus Ministros creyeron que los intereses de la familia eran los intereses del país, y siguieron en el exterior una política de familia, una política personal, una política que tendía constantemente a proteger los intereses de la familia. Esa dinastía, ese Monarca poderoso desapareció, señores, como desaparecen los fantasmas; y al mismo tiempo que salía el Trono hecho pedazos por los balcones de Ias Tullerías, el monarca marchó fugitivo a buscar asilo en tierra extranjera, sin que la Europa, que le había visto grande y poderoso un día, le tendiera una mano amiga cuando Ias convulsiones políticas de su reino le lanzaron del Trono. Una persona que tanto había figurado, un Rey que había Ilegado a ser tan querido, tan respetado y tan grande, acabó, señores, sus últimos días en el silencio de la indiferencia, murió en la soledad del olvido. ¡Desgraciados los Gobiernos para los cuales pasan desapercibidas estas elocuentes enseñanzas de la historia! ¡Desgraciados los Gobiernos que no quieren oír los gritos de la desgracia! El tiempo pronto se encargará de repetirles tan terribles lecciones.

EI Gobierno pues de la unión liberal, el Gobierno de la soberanía nacional, el Gobierno de la libertad, el Gobierno del derecho moderno se presenta en contra de Ias instituciones representativas en Italia, se presenta, no como un reaccionario cualquiera, sino como un adalid, el Quijote de la reacción; invoca el derecho antiguo fundado en los tratados de l.758 y 1.815 y modificados en 1.817, que si existieran ni tendríamos en España la sombra de Gobierno constitucional que hoy tenemos, ni los Ministros podrían sentarse en esos bancos, ni el de Estado escribir sus notas, ni yo podría censurar, como lo hago, la conducta del Gobierno, ni vosotros, Sres. Diputados, estaríais aquí como Representantes de la nación española para aprobar o desaprobar esa conducta. Este Gobierno defiende una dinastía que ha sido siempre nuestra constante enemiga, que ha fomentado nuestras discordias civiles, que ha procurado por todos los medios posibles nuestra desgracia, guiada siempre por su ciego despotismo; y todo esto, invocando como ley y como derecho iqué absurdo! Lo mismo que sería la condenación de nuestra existencia, olvidándose de nuestra historia, contrariando nuestras instituciones, protestando contra nuestro porvenir!

Pues sepa España, sepa Europa, sepa el mundo todo, que un Gobierno que así se olvida de los más altos intereses de la nación, no representa, no puede representar la voluntad, Ias aspiraciones, los deseos del pueblo español; el pueblo español no puede de ninguna manera hacerse responsable de los desaciertos que este Gobierno cometa contrariando su opinión; de los desaciertos que ha cometido en esta gran cuestión de la unidad italiana. Pues si protestáis contra la nacionalidad de Italia, protestáis contra nuestra historia, que desde Sagunto a Zaragoza representa la causa de la nacionalidad y de la independencia de los pueblos. AI renegar de la conducta de los italianos habéis renegado de la conducta de nuestros padres; habéis renegado de la sangre que derramaron cuando desde Covadonga hasta Granada salvaron nuestra independencia del yugo del africano. Al condenar el sentimiento italiano, condenáis el sentimiento de Daoiz y Velarde; condenáis el sentimiento que anima al pueblo español para que con un heroísmo que no tiene igual en Ia historia recobrase su independencia. Si condenáis lo que hace el pueblo italiano, condenáis los que con su heroísmo levantaron el altar de la patria y regaron con su sangre el árbol de la libertad. Arrancad entonces de esos mármoles los nombres de Padilla, de Daoiz, de Torrijos para reemplazarlos con los de los Flamencos de Carlos V, los de los generales de Napoleón, los de Torquemada y Calomarde.

En esta época en que la opinión viene falseándose hace tiempo; en esta época en que, gracias a la influencia moral, no pueden, en mi concepto, representar fielmente las Asambleas populares los deseos y opiniones de Ios pueblos, y en que por esta razón van perdiendo estos cuerpos mucha de su importancia hasta el punto de que los Gobiernos no sean su legítima expresión, yo no sé lo que sucederá; pero suceda lo que quiera, yo concluyo satisfecho por haber dicho la verdad, por haberla dicho con lealtad, con nobleza, siquiera esta verdad pueda ser oída con desprecio en alguna parte y en otra con disgusto; en una y otra llegará ocasión de que se acredite esa misma verdad; y sea de ello lo que quiera, yo me siento satisfecho, aunque intranquilo; porque si bien creo que he cumplido con mi deber, no me persuado de haberlo hecho con el acierto que exige asunto tan importante.

El Sr. PRESIDENTE: Sírvase V.S. explicar esas palabras.

El Sr. SAGASTA: Eso es, Sres. Diputados, precisamente lo que yo he dicho y voy a explicarlo. O yo estoy equivocado, o creo que eso mismo que yo he dicho está consignado en nuestra Constitución, o por lo menos no está por la Constitución contradicho; pero sea de esto lo que quiera, el haber dicho eso quiere decir que yo no respete el derecho hereditario: lo que quiere decir es que para mí, en mi concepto, en mis opiniones políticas, en mi doctrina puramente constitucional, el derecho hereditario de nada serviría sin la confirmación de la voluntad nacional.

El Sr. PRESIDENTE: Sr. Sagasta, sírvase V.S. explicar o retirar las palabras que han dado lugar a este debate.

El Sr. SAGASTA: El Sr. Presidente del Consejo de Ministros exige que yo retire las palabras que he pronunciado respecto de la legitimidad de Doña Isabel II.

En primer lugar, empiezo por manifestar a S.S. que nadie ha puesto en duda la legitimidad de Doña Isabel lII. Sin negar el derecho hereditario en nuestras doctrinas, en las doctrinas del partido progresista, en las doctrinas que un día fueron las de S.S., en las doctrinas que un día aceptaron los moderados, y el mismo Sr. Presidente de esta Cámara en las Constituciones de 1.837 y 1.854, ¿pero se establece la soberanía nacional como fuente de todo derecho? Pues si esto es verdad, si esta es la base de los Gobiernos regidos constitucionalmente, no basta el derecho hereditario, es indispensable la soberanía nacional. (Aplausos en las tribunas.)

El Sr. PRESIDENTE: Orden en las tribunas. Los celadores harán guardar el orden bajo su más estricta responsabilidad, y expulsarán de la tribuna al que lo altere.

El Sr. SAGASTA: Esta es la única explicación que he dado antes, y la única que doy ahora, y no retiro ni una sola palabra, porque sería tanto como protestar, sino que estoy dispuesto a defenderla de todos modos, absolutamente de todos modos.

Que el Congreso no representa la voluntad de los pueblos, Yo no lo he dicho así en absoluto; yo lo que he dicho es que por circunstancias especiales confesadas por el señor Ministro de la Gobernación en una circular que dio al poco tiempo de haber ocupado ese asiento, se decía que hacía tiempo se venía falseando la opinión pública, y falseándose Ia opinión y valiéndose de esa influencia moral, que yo creo que es inmoral, las Asambleas populares en mi concepto entiendo no pueden representar fielmente la opinión, los intereses, las necesidades y la voluntad de los pueblos.

Esta es una doctrina perfectamente constitucional, y también doctrina de S.S. Tampoco estoy dispuesto a retirar ni una sola palabra de lo que he dicho antes y de lo que he dicho ahora, porque tenga S.S. entendido que cuando yo diga aquí una palabra grave, no lo echo a la ventura, no; sé lo que digo, es porque quiero decirla y porque es la verdad, y la verdad, por más que amargue, tengo el derecho de decirla, y la diré siempre. Este es el modo de conjurar los peligros, diciendo la verdad con franqueza y con valor, no ocultándola nunca; tras la ocultación de la verdad suelen [1.860] venir las revoluciones, y la verdad dicha a tiempo suele prevenirlas.

 Que la hiedra caerá con el árbol. ¿Qué es lo que yo he dicho, Sres. Diputados? Que creo que el Gobierno es, valiéndome de una figura retórica, planta parásita del Trono que prefería vivir de la vida del Trono, como la hiedra vive de la vida del árbol a que está pegada; y yo decía, sin entrar en consideraciones, que si la hiedra que es la planta parásita se agarra al árbol y vive sólo de la vida del árbol, la vida de este será más corta, porque da vida a la hiedra y al cabo la hiedra y el árbol vienen a morir a un tiempo. Esta era una observación que hacía yo para manifestar la falsa posición del Gobierno respecto al Trono. Yo no digo que el árbol y la hiedra vayan a caer ahora, a los golpes del hacha; yo no hago más que advertir el peligro de que la hiedra se adhiera tanto al árbol; yo lo que quería era que el árbol, que es muy pequeña. No retiro pues tampoco nada de eso que al Sr. Presidente del Consejo de Ministros le parecía tan grave.

Por último, S.S. me ha llamado así con cierto aire de triunfo revolucionario. S.S. lo dice en la buena acepción de la palabra; si S.S. nos califica así en el sentido de que queremos remover constantemente los obstáculos que se oponen al bien, procurando el desarrollo de nuestra prosperidad, si en ese concepto lo dice S.S. nosotros no sólo seguiremos siéndolo. Pero si S.S. lo dice en el mal sentido de la palabra, si lo ha dicho en el sentido de conculcar las leyes, de levantar al país....

 El Sr. PRESIDENTE: Ruego a V.S. que explique las palabras; no tiene derecho para unas, como no sea para retirarlas, y si no las retira, el Congreso determinará con arreglo al Reglamento.

El Sr. SAGASTA: Decía yo, Sr. Presidente, y creo que no había motivo para interrumpirme en este momento, sobre lo cual apelo al Congreso entero, decía yo que si la palabra revolucionario se nos arrojaba porque éramos reformadores, porque queríamos remover los obstáculos, porque queríamos constantemente progresar, conste, no sólo que aceptamos esa palabra, esa calificación, sino que nos honramos con ella. Pero si se nos ha dicho en otro sentido, en el sentido de conculcar las leyes, en el sentido de tratar de sublevar el país con mentidos programas, de reducir la tropa, de quebrantar la Ordenanza militar, de quebrantar la fidelidad que debe haber entre los que mandan y los que obedecen, entonces no sólo la rechazamos, sino que la arrojamos a la frente del Sr. Presidente del Consejo de Ministros.

 Réstame después de todo esto decir, que si el Sr. Presidente del Consejo de Ministros no se da por satisfecho con estas explicaciones, y quiere que el Congreso decida sobre esto, sea en buen hora; que el Congreso acuerde lo que estime conveniente, pues de hacerlo yo espero con tranquilidad su fallo.

El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (duque de Tetuán): ...............

El Sr. SAGASTA: Después de las explicaciones que he dado por dos veces, no estoy dispuesto a dar ninguna más.



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